Los habitantes de la Antigua Grecia tenían una concepción muy especial de los dioses. Para ellos los dioses formaban una gran familia, que vivía unida y en sintonía en una especie de paraíso que se encontraba tras el cúmulo de nubes del Monte Olimpo. Esta gran familia tan especial era gobernada por Zeus, el rey de los dioses.
Los dioses eran seres inmortales que lo controlaban absolutamente todo: la lluvia, los truenos, las cosechas, el tiempo, los terremotos, los desastres naturales, la llegada de descendencia, el futuro de cada individuo y también los movimientos de la luna, del sol y de todas y cada una de las estrellas que podemos apreciar en el firmamento.
A pesar de ser todopoderosos, la imagen de los dioses que tenían los habitantes de la Antigua Grecia era muy peculiar. Todos ellos tenían virtudes, pero también defectos, y podían ser pacíficos o violentos, sosegados o nerviosos, leales o traicioneros, bondadosos o especialmente crueles. Por esta imagen humanizada, los griegos se acercaban a la representación de los dioses con total normalidad.
Especialmente supersticioso y con una religiosidad extrema, el pueblo heleno ofrecía constantes sacrificios a estos seres superiores. A través de los sacrificios pedían deseos y recordaban en todo momento a los dioses sus plegarias para que les fueran concedidas.
Por ese motivo, en la distribución urbanística de las antiguas ciudades griegas, los espacios prioritarios de la urbe están ocupados precisamente por los muchos templos, santuarios, templetes y altares construidos en aquella época.
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